LE QUOTIDIEN
6 de Diciembre de 1956
SEGUNDA BIENAL ARGENTINA DE ARTE SAGRADO MODERNO
Por Germaine Derbecq
Segunda Bienal Argentina de Arte Sagrado Moderno
Deunis, título y programa de una exposición de pinturas y de esculturas, solo podíamos esperar lo mejor. Pero no es así. Es una vez mas una manifestación de arte sagrado sin significación, ni espiritual ni plástica, lamentablemente blandiendo la bandera del arte moderno para servir una mala causa. La del arte sagrado, es decir un arte que aspira a tener un contenido, ¡y qué contenido! Sin tener capacidad, sin conocimientos plásticos elementales.
El jurado y el Comité tendrían que haber rechazado la mayoría de las obras que figuran en esta exposición, con la posibilidad incluso de ni realizarla. Habrían probado de esta manera que conocían el valor de las palabras. “Arte sagrado”, “arte pictórico y escultural”, eso habría justificado sus intenciones claramente formuladas, como “amor por el prójimo”, “certeza de que existe una ascensión espiritual a través del arte”. Es muy fácil de tomar las palabras que no visten nada. Por suerte, es por la fruta que se conoce el árbol, la visita de la exposición fue suficiente.
El artículo 1ro del reglamento contiene dos cláusulas que nos dejan pensando. La primera dice lo siguiente: “Solo serán aceptadas las obras que artistas que declaren pertenecer a la Comunidad Católica, Apostólica, Romana”. Cláusula que desconoce que “toda criatura es la sombra de la verdad y de la vida”, como lo dijo Honorio de Autun. Sin embargo, los eclesiásticos comprenden así el arte sagrado. Monseñor Dubois, arzobispo de Besancon, le respondió a Le Corbusier —no católico, pero con un espíritu cristiano— cuando le devolvía ese bello logro arquitectónico, esa verdadera difusión de fe y de amor, que es la Capilla de Ronchamp. “Usted lo siente, señor, el alma de la verdadera “ciudad radiante” está sobre la colina”, y el padre Couturier, se dirigía al arquitecto en 1953: “Usted es no solamente el más grande arquitecto en vida, pero el que tiene el más auténtico y más fuerte instinto espontaneo de lo sagrado”.
Según el reglamento de esta Segunda Bienal de arte sagrado —nombre bien pomposo para una exposición tan modesta—, Le Corbusier no hubiera podido devolverle a la iglesia una “herramienta maravillosa” como lo dijo Ronchamp. El abad Marcel Ferry lo dijo de Léger, que no hubiera podido ejecutar los vitrales de la Capilla de Audincourt, ni Chagall las pinturas de bautisterio de Assy, ni Lipchitz la estatua de la Virgen en la misma capilla, por nombrar solo a algunos.
Oímos a menudo expresar el arrepentimiento de épocas de fe colectiva, la Edad Media como invariable ejemplo. No olvidemos que, en ese entonces, la Iglesia fue muy hospitalaria con todas las formas de pensamiento. No olvidemos que hay una mezcla de inspiración pagana y profana, así como una imaginación popular en una gran parte de las obras góticas. En cuanto a las de Renacimiento, particularmente del siglo xvi y del siglo xvii, en los cuales la “exuberancia barroca y la belleza carnal se convierten en los auxiliares de la fe”, no son místicas, pero superaron los recursos materiales y adquirieron de esta manera el derecho de entrar en las iglesias. Podemos no comunicar todavía que en el siglo xviii los eclesiásticos se dirigieron a Boucher, el pintor de desnudos amables y de escenas obscenas, para ilustrar el breviario de París.
La fe del siglo xx, toma prestados a menudo caminos alternativos, pero no es menos sincera por eso, tal vez más profunda, más verdadera, más comprobada, más meritoria. Como los artistas de tiempos pasados, los de hoy se expresan con la sensibilidad y con los recursos plásticos de su época. Lo que importa para juzgarlos es saber si, al igual que sus predecesores, sus obras logran una transmutación, si no son solamente un soporte de madera, una superficie de tela, los colores del tubo, un conjunto de líneas, si expresan al hombre, su miseria, su grandeza, y a través de él, lo real, lo divino.
La segunda cláusula del artículo primero no es menos sorprendente para una exposición de la cual la primera página del manifiesto declara lo siguiente: “La Segunda Bienal batalla por el arte moderno”. ¿Qué dice la segunda cláusula?
“Solo se admiten las obras que están inspiradas en los pasajes y en los personajes del Antiguo Testamento”. ¿De qué batalla de arte moderno quiere entonces hablar el organizador? Y de qué libertad. Imponiendo el tema, eliminan el arte abstracto. Si el arte abstracto está eliminado, ¿qué queda como arte moderno? Lo que los eclesiásticos llamar un arte de Tercera Posición, ni abstracto ni realista, un arte figurativo, el que, en el mejor de los casos es un pasaje, una última duda. Si bien se exceptúan los grandes artistas del principio del siglo que persiguen todavía su obra, el arte figurativo, desde hace tiempo, no da pruebas de su verdadera vitalidad repitiéndose incansablemente, no creando jamás, a pesar de todos los Bernard Buffet que nos destacarán.
El arte sagrado es entonces una tercera posición. Era necesario decirlo enseguida, y no invocar más el arte moderno en cada hoja del manifiesto. ¿Fe de tercera posición como la de los expositores obligatoriamente de comunión católica, apostólica y romana? El cielo es muy difícil de alcanzar, el infierno peligroso, incluso en la tierra, un buen purgatorio será suficiente.
Sin embargo, esta tercera posición, por más terrible que sea, no es la de los expositores de la Segunda Bienal de arte sagrado. Ellos no son los responsables. No se puede ser juez y parte. El jurado es el único culpable. Estos señores del jurado deberían haber leído más atentamente los objetivos de esta confrontación ampliamente expuesta en el libro del reglamento entregado a cada participante: “Necesidad de auténticas obras de arte”, “esperanza de un gran encuentro”, constante renovación del arte”, “expresión artística de una época”, etc. Hay incluso una cita de Ortega y Gasset, no falta nada. Sí, una sola cosa: la comprensión.