GERMAINE DERBECQ

LE QUOTIDIEN

13 de Agosto de 1957

REFLEXIONES Y DIGRESIONES ALREDEDOR DE UNA EXPOSICIÓN DE ESCULTURAS EN EL JARDÍN BOTÁNICO

Por Germaine Derbecq


Reflexiones y digresiones alrededor de una exposición de esculturas en el Jardín Botánico


“El amor del arte viviente y el culto de la calidad estética destruyen montañas”, decían los hombres que tuvieron bastante fe para transformar Yverdon, una pequeña ciudad de la Suiza francesa, sobre el lago Neuchatel —que nada lo señalaba para este honor— en un centro artístico de alta calidad, que ofrece cada año a miles de visitantes un conjunto siempre renovado de las mejores esculturas contemporáneas.


Sin embargo, en los parques de Buenos Aires tenía que realizarse este año un Festival Internacional de la Escultura, con la participación de los más grandes artistas.

Los nuevos ediles, que sin dudas no tenían la misma fe que los de Yverdon, no continuaron con este proyecto.

Mientras, la idea de una exposición de esculturas al aire libre fue retomada por la Dirección del Jardín Botánico, por supuesto reducida a su más simple expresión: un solo escultor, Paparella —nacido en Italia, pero integrado al medio artístico argentino—y algunas de sus esculturas.

Esta presentación ya empieza fallida. No hay relación entre la dimensión de las esculturas, los grandes árboles y las frondosas plantas. El espacio demasiado vasto corroe las formas. Es lamentable que estas obras no estén puestas en valor; la experiencia que se pretende realizar es delicada, merecía más atención. Ya que si bien los organizadores no lograron su presentación, tienen igualmente el mérito de haber preparado el ciclo de exposiciones al aire libre con las obras abstractas de verdaderos menhires, una expresión primordial y esencial de las esculturas, no haciendo de esta manera ninguna concesión con el gusto de la mayoría. Para imponerse, era necesario imponerse ante el paseante —el del jardín público, a menudo inexperto en materia artística— por la luminosidad de la escultura. Que no haya que preguntarse “¿qué es?”, “¿qué representa?”, pero que esté apoderado por el encanto de las dulces vibraciones de luz sobre los volúmenes conscientemente modelados por esa maravilla.

Muchos se sorprenderán que se pueda asimilar formas tan simplificadas en las esculturas. Otros —los más numerosos— creerán que se trata de un desafío, incluso una mistificación. Para los que no comprenden pero que quisieran hacerlo, estaríamos tentados de responderles que Picasso le respondió a un aficionado que le pedía que le explicara el Cubismo: “¿Entiende usted el chino? No. Entonces, apréndalo”, pero eso no sería muy generoso. En dos palabras, a esta gente de buena voluntad, se les podría decir que la historia del arte les enseñó cosas sin duda muy interesantes, pero con una idea preconcebida estética muy limitada. No hace mucho tiempo, el arte gótico estaba aún mal considerado; y más cerca de nosotros, las artes arcaicas, dichas “salvajes”. Sin olvidar los graves errores de apreciación cometidos para las obras que no corresponden a los cánones de la escuela —aún inculcados a los estudiantes de historia del arte—.

Es de esta manera que, para casi todo el mundo, el arte es clásico, académico o pomposo. Es necesario ahora hacer marcha atrás, revisar, comenzar de cero.

Solamente algunos iniciados o apasionados del arte saben que desde hace cincuenta años la escultura sigue de cerca los descubrimientos de la pintura, retomó conciencia de sus verdaderos objetivos, que es por sus cualidades plásticas que se justifica una escultura y no por su literatura, su originalidad o su sensualidad. Por supuesto que en la plástica está incluida la estética del artista, su sentimiento personal frente al mundo.

Acordémonos de las primeras piedras trabajadas por el hombre, las herramientas prehistóricas, que eran sin dudas útiles, pero también a menudos eran esculturas. Luego vinieron los monumentos megalíticos tan conocidos: los menhires, los dólmenes, unos pequeños menhires o unos minúsculos dólmenes que se encuentran aún en gran cantidad en los campos en Europa e incluso en otros continentes, pero particularmente el las islas inglesas, en Normandía y en Bretaña. Los alineamientos de los Menhires de Carnac, extrañamente bellos, testimonian el primer deseo del hombre para recortar el espacio, no exactamente a su imagen y semejanza, sino a la imagen de su doble, de su primera forma.

¿Por qué buscar tan lejos?, pensarán algunos. Es muy simple. Estos pueblos ignorantes no sabían esculpir, reproducir las formas de la naturaleza. Lo que no es exacto. Los menhires-estatuas existen. Desmienten entonces esta idea. La más conocida de estas estatuas se encuentra en el cementerio de Guernesey. Desplazada por un eclesiástico intolerante, aunque la indignación popular lo obligó a volverla a su lugar.

Si bien las piedras megalíticas no han soltado sus secretos, no pueden ser más que una expresión mística. Y lo que nos importa es que un pueblo, o grandes pueblos —si juzgamos la importancia de sus vestigios— hayan elegido para expresarse la piedra abstracta.

El misterio de la existencia queda entero. Ante este desconocimiento, el hombre de hoy se encuentra tan desamparado como el hombre primitivo. Las representaciones teatrales de Bernin y de sus sucesores son incapaces de expresar y de calmar las angustias. Las formas puras y geométricas son las más tranquilizantes para el artista que las crea y para quien las mira: poéticos y sólidos puntos de apoyo ofrecido a su imaginación y a su sentido estético para penetrar en otra realidad. Está sin dudas aquí el indiscutible imperativo para una gran parte de las expresiones del arte actual.


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