LE QUOTIDIEN
17 de Noviembre de 1953
¿PODRÍA SOBREVIVIR EL ARTE POPULAR?
Por Germaine Derbecq
¿Podría sobrevivir el arte popular?
Lo que llamamos hoy “arte popular” no es más que un pálido reflejo de lo que fue: una tradición artesanal perfecta, servida por hombres atraídos con fervor a sus oficios y para los que el trabajo bien hecho era la única alegría y la imperiosa necesidad de la conciencia.
Luego de la Revolución y durante todo el siglo xix, el arte popular fue abandonado paulatinamente; los que lo habían creado y lo habían hecho durar se alejaron de él, renunciaron a sus compañeros: trajes tradicionales, muebles rústicos, objetos de uso diario, que han reemplazado alegremente por lo que a sus ojos era lo que estaba destinado a las clases privilegiadas. Comerciantes habilidosos fabricaron en serie copias de muebles que se encontraban en el mercado, de todos los estilos tradicionales, cargados de ornamentos y de decoración. Todo era falso, todo era feo, pero todo esto representaba algo infinitamente preciado: la igualdad.
La vestimenta fue lo primero que se rechazó. Mostraba demasiado las diferentes castas. Los paisanos, los obreros o las burguesas que vestían como aristócratas, sus bellos trajes regionales abandonados a las abuelas y, por su lado, los hombres cambiaban sus trajes pintorescos por el traje de confección.
En los pueblos, los ancianos no soltaban en seguida sus viejos recuerdos, sin embargo, los jóvenes estaban muy felices de desprenderse de ellos y de venderlos a los emisarios enviados por los anticuarios de las ciudades, que arrasaban metódicamente en las campiñas con los hermosos muebles, las antiguas vajillas, los objetos de cobre y estaño. Todo lo que embellecía las viejas moradas fue remplazado por una fabricación común y corriente.
Le quedaba al pueblo aún las iglesias, sus pinturas, sus murales, sus vitrales, sus esculturas, su arquitectura, pero los patriotas, los sombreros rojos (les bonnets rouges) y los partidarios de la comuna mirarán más hacia la casa de la comuna que hacia la casa de Dios.
Ha sido necesario que este pueblo se arreglara para remplazar lo antiguo. Fue sin remordimientos y con entusiasmo que se proveyó de muebles en el Faubourg Saint Antoine y que en el bazar del Hôtel de Ville encontrara objetos de arte: estatuas de zinc y cerámicas artísticas. En cuanto a las pinturas, una variedad que desafiaba toda competencia le permitió elegir una naturaleza muerta para el comedor, un desnudo para la habitación, un paisaje boscoso para el salón. En cambio, la encargada, que vivía en un solo ambiente, se conformaba con el grabado que estaba en el calendario del correo (Postes et Télégraphes), distribuidos a fin de año. Trescientos sesenta y cinco días “iluminaba” su vivienda con el “sujeto conmovedor” o la escena patriótica, a menos que fuera el Angelus de Milet, considerado como la obra maestra de la colección.
El arte popular podría haber sobrevivido si no hubiera sido solamente utilitario. Hasta el siglo xv aproximadamente, hubo talleres de arte en el que se formaban los escultores y los pintores, verdaderos centros de arte popular. Las obras que allí fueron creadas no estaban destinadas al pueblo, sino a los ricos vendedores, a los poderosos señores e incluso a los reyes. Las pinturas, las esculturas y los objetos de arte fueron siempre considerados como símbolos de riqueza y de poder. Cuando se le permitió al pueblo visitar el Louvre, organizado ya como museo, pudo ver la Gioconda o la Venus de Milo; pero no era así como había soñado poseerlas. Debió conformarse con lo que encontró y debemos confesar, a nuestro pesar, que fue pobre y que todos debemos decir: “mea máxima culpa”. Tenemos arraigado el axioma transmitido durante siglos: el arte no es para el pueblo. Si su arte popular no pudo aportarle un gran mensaje artístico, todos tendríamos que haberlo dejado a nuestro alcance.
¿Dónde podría refugiarse el arte popular? No, en la vestimenta y hemos visto porque; no en los muebles, que las nuevas condiciones la vida evolucionó, el amoblamiento se simplificó y ahora puede satisfacer una clientela muy exigente en general; tampoco en los objetos de uso diario, y menos aquí que en otro lado, los que nos regalan, concebidos por especialistas, impecablemente fabricados gracias a nuevos métodos de producción, y pueden competir con amplia ventaja ante los objetos antiguos. La perfección de la industria precipitó irremediablemente el final del arte popular. ¿Cómo es posible hacerlo sobrevivir a pesar de todo? No puede hacer otra cosa que morir, ya que ha cumplido su ciclo, a menos que lo resucitemos por la alegría de los anticuarios y la de los interiores rústicos burgueses.
Donde sobrevivirá, y para siempre, será en el testimonio de algunas almas sencillas y encantadoras, refractarias a todo cambio, prisioneras de sus sueños. Gracias a ellas, veremos todavía las postales sentimentales, los barcos y las carabelas en botellas, las flores hechas con miga de pan, los cuadros de arte naif y las estampas. Historiadores del arte popular, ciudadanos celosos, se esforzarán para continuarlo. Deseemos que logren organizar museos de arte popular y folklore, pero no podrán hacer más que eso ya que el principio vital se ha retirado el día que el pueblo lo ha abandonado.