GERMAINE DERBECQ

LE QUOTIDIEN

10 de Junio de 1960

ESCULTURAS DE BÁRBARA HEPWORTH EN EL MUSEO NACIONAL DE BELLAS ARTES

Por Germaine Derbecq


Esculturas de Bárbara Hepworth en el Museo Nacional de Bellas Artes


Desde hace siglos, la estatuaria inglesa estuvo condenada a hacer las cosas bien, sin preocupaciones y sin alegrías. Hepworth y Moore surgieron del suelo inglés como lo hacen esas flores maravillosas, con brillos y frescura, del suelo rocalloso de Grecia ante la más grande sorpresa del viajero sorprendido y fascinado que se pregunta de dónde salen.


Pasando rápidamente sobre los años de adolescencia de Bárbara Hepworth, que coincidieron con la Primera Guerra Mundial —un cara a cara con la vida sin rodeos, propicio a los desplazamientos de todas las convenciones—, la encontramos sucesivamente en el Colegio de Leeds, luego en el de Londres, en donde aprende los rudimentos del arte. El pasado tormentoso es una toma de conciencia con las pinturas impresionistas, fauvistas e incluso cubistas, estas últimas presentadas por primera vez en Inglaterra, y es también intercambios de puntos de vista plásticos con Henry Moore, su camarada de estudios y su vecino en Londres. Pero el hecho fundamental de su vida artística fue sin dudas la visita que les hizo en 1932 a Brancusi y a Arp. Ella contó que “le causaron una viva impresión y al día siguiente, en un tren hacia Avignon, miró el paisaje con ojos nuevos, imaginando la tierra elevándose y transformándose en humana, preguntándose cómo ella encontraría su propia identidad como ser humano, como escultor, con el paisaje rodeándola”. Esta interrogación banal de una artista sincera con ella misma nos revela sin embargo una naturaleza visionaria, que emplea naturalmente un lenguaje de apocalipsis. Y bien sabemos que muchos otros estuvieron conmovidos por la obra de Brancusi y la de Arp, sabemos también que podemos restituir, como ella, de formas vivientes, un simbolismo plástico que tenga existencia. El rencuentro de Bárbara con sus dos maestros le confirmó sus intuiciones, le afirmó sus pasos. “Mil formas reducidas en una”, el descubrimiento de Brancusi por el contacto con el arte negro. Sus obras demuestran que aprovechó, y también se identificó, por una misma actitud ante la disponibilidad creadora de Arp, en quien el espíritu Dadá no es una actitud adquirida. El Dadaísmo más que el Surrealismo eliminó la mística de la obra de arte tradicional. Marcel Duchamp, oponiendo los ready-made a la obra de arte —el famoso porta botellas entre otros— le acordaba al artista el derecho de lograr una dignidad en el arte, lo que reconocía como tal, de la misma manera que al primer hombre a quien Dios le ordenó que les diera un nombre a las cosas, lo jerarquizó. Bárbara jerarquizó sus aberturas apenas traducidas de las de los huesos, esas volutas que se geometrizaban como conchas y caracolas, esas formas megalíticas, el hombre o su sombra. Es cierto que tienen un profundo sentimiento por la naturaleza, la atrae el misterio, el sentido del infinito, pero no perdamos la cabeza, las obras de esta calidad no se crean solamente con el sentimiento, por más trascendente que sea. Hay una técnica bien precisa en su obra, la de los contrastes simultáneos, respetada por toda la gran pintura renaciente, la base tradicional de la pintura volumen transpuesto en escultura. Idea casi genial aplicada a las formas puras. Por efecto de la luz, el contorno de un objeto no se desprende de la misma manera sobre el fondo, pero se deja penetrar por él, por el espacio. Esos blocs esculpidos no están jamás cerrados —salvo los de la primera época aún influenciados por la obra Brancusiana—. Oyendo sutilmente los requerimientos de la luz, ella descubrió sus propios recursos, afirmó la sombra profunda por el color oscuro y cálido de la madera, encontró la luz por un hueco acentuado de pintura blanca, abrió la forma de encontrar el fondo, la sombra y el espacio. A veces, para unir dos volúmenes que se distancian, los hilos tendidos son el pasaje sutil, la mediatinta necesaria. Los reguladores del volumen puro son materiales resistentes —granito o troncos gigantes de Nigeria—, punto de partida sobre el cual las ideas plásticas se desarrollan con la fatalidad de una ecuación. Algunos bronces indican un retorno al modelaje, dejado de lado durante bastante tiempo por no tener, según ella dijo, la misma atracción por la tierra y por el yeso, la misma facilidad para expresarse con estos materiales, a pesar de esto “las superficies rugosas le parecen una experiencia actual necesaria”.

Hasta aquí, ella había logrado el equilibrio milagroso de expresar las sinrazones de un temperamento romántico con la razón de un estado de espíritu clásico. Nos había dicho: “lo bello es aún alegría, canto, consolación, esperanza”. Nos había acostumbrado a identificar con la permanencia eterna, a una actitud muy próxima a la de la gran estatuaria, estática serena. ¿Bárbara, ahora, como esos ángeles que quisieron conocer la vida de creadores,va a expresar sus errores y sus gritos? Sería entonces otra Bárbara que conoceríamos.


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