LE QUOTIDIEN
29 de Agosto de 1960
LAS EXPOSICIONES EN BUENOS AIRES: ESPACIO Y COLOR EN LA PINTURA ESPAÑOLA DE HOY | HLITO EN BOBINO
Por Germaine Derbecq
Las exposiciones en Buenos Aires
Espacio y color en la pintura española de hoy, en el Museo Nacional de Bellas Artes
Hlito en Bonino, un Informalismo dramático y expresiones pictóricas esenciales
Mi infancia conoció la invariable visita dominical al Museo del Louvre, que se terminaba en el Salón Cuadrado, en ese entonces, lugar de encuentro grandioso de la pintura “agresiva” del siglo xix, salvo el impresionismo.
Los grandes cuadros de Delacroix me cortaban el aliento, aunque Ingres me tranquilizaba.
La pintura española de hoy se presenta cautelosamente a nosotros con el denominado “espacio y color” bien desprestigiado ahora, cuando en realidad es un Informalismo lo que nos ofrecen. El visitante, ya en confianza, entra en la exposición sin preocuparse, pero enseguida es tomado por la garganta por los cuadros chocantes cuya intención evidente es el de la comunicación.
Sobre este terreno dramático y espectacular, no es muy probable que el Informalismo de 1960 vaya mucho más lejos que el Romanticismo de 1840.
Los comentarios de los contemporáneos lo demuestran: para Gros, Las masacres de Scio, se trata de la masacre de la pintura; para Gerard, Delacroix corre sobre los techos; y para el crítico de Monitor Universal, la obra Dante y Virgilio es una tartouillade. En cuanto al Observador de Bellas Artes, sugiere para el Sr. Delacroix, que no obtuvo ningún premio, compensarlo otorgándole cada día dos horas de sesión en la morgue.
Tratemos de evitar estas exageraciones y estos juzgamientos superficiales, guardemos nuestra sangre fría, hagamos la abstracción de los hábitos de la época, de las tiendas de accesorios en las que se abastecen los pintores, en el que Delacroix obtenía sus cadáveres, sus hetairas, sus guerreros, sus cabellos ondeantes, sus estandartes, y el de nuestra época, en el que los informalistas agotan los estallidos, las nebulosas, los fetos, las vísceras, las excrecencias, los microorganismos, y lleguemos al corazón de la cuestión.
¿Admiramos a Delacroix por lo que nos cuenta o por la manera de contarlo? ¿Admiramos a Goya por lo que disfruta en las escenas de las masacres, a los horrores de la guerra o por los recursos plásticos que emplea para describírnoslo?
En Delacroix, las calidades pictóricas y plásticas son la esencia de su arte. Pocos pintores más que él se interrogaron, se inclinaron con inquietud, con pasión, con la más fría razón sobre cuestiones simples del oficio, arduas técnicas, complejas en la estética.
Si Delacroix no había presentido la posibilidad de la autonomía del color, si no había demostrado la importancia que le acordaba al cromatismo en la construcción de un cuadro —¿no pintó acaso en diez días Las masacres de Scio porque había descubierto en los cuadros de Constable una técnica cromática enriquecedora?— a pesar de su incomparable imaginación plástica, a pesar de su genio pictórico, su obra no tendría el mismo significado, no seria una copia de la gran pintura veneciana y flamenca.
¿Qué pueden aportarnos los informalistas? ¿Tienen el derecho de inscribirse en el linaje de los descubridores? A través de concesiones en la época, a través de las necesidades de encontrar un leguaje que buscó renovarse a veces con algún exceso y torpeza, ¿cuál es este nuevo aporte?
La mayoría de las obras de los jóvenes pintores españoles reflejan un sentido práctico agudo, propio de su raza. Saben manejar los contrastes violentos de valores como los más sutiles de material y equilibrar las masas. Si bien son prolijos en el gesto, son sobrios en los cromatismos. Algunos guardan el oficio tradicional, se contentan con dramatizar las pinceladas por un gigantismo con su forma y sus direcciones espectaculares y constructivas a la vez, y por contrastes negros y blancos. Estas pinturas de rebeldía se equivocan al querer componer con la tradición. A pesar de su técnica inteligente, la falla se revela cuando introduce el color, el efecto de viejo cuadro mediocre surge entonces en todo su horror.
Para los informalistas, la técnica psíquica es primordial, más que la técnica plástica,. No hay nada nuevo. Baudelaire notaba que “el mérito muy particular y nuevo de Delacroix le permitía expresar el estado de ánimo del creador”. Esta exteriorización del estado de ánimo restringió a Delacroix para amplificar las formas y para indignar los colores, obligó al Sr. Ingres, el alumno de David, el admirador apasionado de Raphael, a convertirse en un impresionista de la forma, introdujo a Cézanne que juraba que solo por Bouguereau reharía Poussin en la naturaleza y obliga a los informalistas a buscar expresar lo inexpresable con el empleo de nuevos materiales, presentando a menudo una verdadera artesanía. Es todo un lenguaje del material que los informalistas del mundo entero nos proponen y del cual los españoles se destacan en ello, lo que no es sorprendente; incluso en nuestra época, la artesanía mantuvo en ellos un sabor folklórico, un primitivismo auténtico que se encuentra en algunas pinturas de la exposición.
Pero, lo quieran o no, la técnica plásticas, la intervención del intelecto, la organización de las sensaciones, que fueron las condiciones de ejecución de casi toda la pintura desde hace un siglo y que creían imposible de negarse, deberán volver por el atajo del material, ya que no es con competencias de velocidad en la ejecución, con impulso muscular, con el gesto grandilocuente, que los mejores se expresan. De la misma manera que los románticos presintieron la autonomía del color, los informalistas presintieron una autonomía del material, y es sin dudas en esto que reside su oficio esencial.
Hlito
Si las obras informalistas logran a veces a cortarnos el aliento, la pintura de Hlito tendría el privilegio de armonizarnos. Ignorando el drama de pacotilla, las angustias teatrales, los espantajos para grandes niños, sin ninguna puesta en escena, sin ninguna búsqueda del estado, con una sólida conciencia plástica, las pinturas se presentan ante nosotros.
Las pinceladas, valor en sí mismo, es el solo elemento formal responsable. Esta pincelada multiplicada, yuxtapuesta, superpuesta, ritmada, con colores que son a la vez tonalidades y valores, forma un verdadero microcosmo pictórico, lo esencial de lo esencial, reuniendo las condiciones de homogeneidad, de destellos, de sugerencias plásticas y poéticas que tenemos el derecho de exigir de una pintura. Alcanzado esta alegría de más allá de las apariencias, no nos llegan hasta la garganta, pero se hacen lentamente persuasivas para arrastrarnos hacia regiones más propias a la metafísica que a los estados de ánimo, a las sensaciones y a las desesperanzas.
Para Hlito, como para Valery, este griego extraviado entre nosotros, “representan la noción de lo sublime sencillamente como la naturaleza de un hombre que responde bien y que piensa”. En efecto, Hlito es de esta raza. En él, las fuerzas contrarias no luchan, no necesitan equilibrarse, ya que el bien neutraliza el mal.
Es interesante que no hayan presentado al mismo tiempo en Buenos Aires estas dos exposiciones que representan actitudes opuestas y fundamentales del arte de pintar, lo que nos permitió navegar entre un romanticismo y un clasicismo actual.