GERMAINE DERBECQ

LE QUOTIDIEN

ANTOINE BOURDELLE EN EL MUSEO NACIONAL DE BELLAS ARTES

Por Germaine Derbecq


Antoine Bourdelle en el Museo Nacional de Bellas Artes


Bourdelle, el autor del monumento al general Alvear, decía maliciosamente: “Mi monumento se encuentra en el país de los salvajes”. ¡No podía haberlo dicho mejor!

Treinta años después de la muerte del maestro, se realiza la primera exposición de sus obras en Argentina. Pero esta humorada, esta crítica indirecta, recordada en la ceremonia de inauguración por el conservador del Museo, el Sr. Romero Brest, no estaba dirigida contra la Argentina, por quien guardaba un afecto particular, pero contra su propio país, esta Francia indiferente que no le había encargado ningún monumento.

Le debemos la iniciativa de esta exposición a la admirable compañera del maestro, tan consagrada a la más gran difusión de la obra excepcional de la cual es su guardiana.

Presidiendo el destino del Museo Bourdelle, con su yerno, Michel Duffet, que es un conservador muy activo e iluminado, trajeron de su museo una hermosa elección de obras que podemos admirar hoy. Les estamos muy agradecidos.

Dos nombres prestigiosos de la estatuaria francesa, dos obras excepcionales dominaron el final del siglo xix y el comienzo del siglo xx. Rodin y Bourdelle, realizadores incomparables, fueron los anunciadores de la renovación que aparecería en la escultura, como ya había pasado con la pintura.

Barye, Rude, Daumier, Puget, Carpeaux, pilares importantes, signos precursores, sacudieron la estructura de la estatuaria tradicional. Es a Rodin que le fue reservado el derecho de finalizar con su destrucción, con el realismo de su escultura hecha de carne, por el romanticismo de las sombras y de las luces hechas cuerpos y rostros, por su desprecio por todas las convenciones de la escuela.

Después de muchos años de lucha, en 1875, en el viejo Salón de los Campos Elíseos explotó el arte de Rodin con La edad de Airain —algunos años antes, El hombre con la nariz rota, influenciada por Barye, ejecutada con el modelo en vivo y un mármol romano, ya había hecho sonar una alarma—. Su realismo trascendente fue sospechado, al punto de acusar al gran artista de haber usado un molde. Y en 1898, en el Salón de la Nacional, coronó su obra con el Balzac, prodigiosa creación que desencadenó el mayor de los escándalos.

Fue también, luego de años de lucha, en 1910, en el mismo Salón de la Nacional, que explotó esta vez el arte de Bourdelle con el Heracles, obra de gran madurez, obra maestra que resumía todas sus creencias.

La ruptura entre las estéticas de dos maestros se había producido entre estas fechas, alrededor de 1900, con la Cabeza de Apolo, de Bourdelle, que “espantó a Rodin”, ya que “había comprendido que el divorcio estaba consumado”.

Bourdelle, practicante, afinador de Rodin durante largos años, luego su discípulo y su amigo nos dijo que trabajando para él, penetrando su ciencia, su pensamiento profundo, en el momento indicado, supo utilizarlo para los fines opuestos.

Como él, procedió por el análisis, un análisis detallado, minuciosos, un largo cuerpo a cuerpo con el modelo para llegar a la síntesis, a lo esencial de las estructuras, a los perfiles que surgen de adentro hacia afuera, al plan primordial, mientras que Rodin lo lograba por el modelado, por “el poder febril del modelado”. “Para mí —decía Rodin—, el tema principal es el modelado, para Bourdelle es la arquitectura, yo encierro el sentimiento en el músculo, él lo hace salir en su estilo”.

El estilo fue uno de los serios reproches contra la obra de Bourdelle. Estilo arcaico, cargado de símbolos, de atributos, cubriendo a veces demasiado suntuosamente la pureza plástica del pensamiento y del gesto. Los tiempos no habían llegado aún para las síntesis depuradas.

Actitud romántica, de naturaleza espiritual, organizador y constructor instintivo, siempre apasionado, su estética era perfectamente el reflejo de su personalidad poderosa. Demasiado enamorado de la vida para no tener los objetivos contradictorios, las luchas épicas cuyas obras testimonian.

A sus alumnos, incansablemente les aconsejaba que “el secreto del arte es el amor, y el que no da su vida por la obra, tiene que renunciar darle vida a la piedra”, pero también que tenían que “contener, mantener, dominar, refrenar los impulsos del corazón en los ritmos y en las síntesis”.

Los objetivos de dos grandes estatuarios no estaban tan alejados, mucho menos de lo que se creía.

Sin embargo, Bourdelle no lo veía de esta manera. “No me reconocí como discípulo de Rodin, pero su anti discípulo”.

La elección de cincuenta esculturas presentadas en la exposición, ínfima parte de una obra que comprende cerca de ochocientas piezas, se extiende a treinta años de trabajo. Desde los fragmentos del monumento a los combatientes de 1870, un homenaje a Rude con un gran sentimiento dramático: La cabeza de Apolo, que fue la toma de conciencia, el punto de partida de la obra bourdelleana, hasta proyectos de 1928.

El acento principal de la exposición se apoya sobre los estudios que precedieron la puesta en lugar del Monumento al general Alvear. La gran cabeza de la Elocuencia y la estatua de La Victoria están entre las piezas más remarcables. Este monumento encargado en 1912 debería haber sido ejecutado por Dalou; frente a la importancia de la obra, el escultor, ya enfermo, lo rechazó y designó a Bourdelle. En París, durante la guerra de 1914-1918, Bourdelle la realizó. La gran figura de la Victoria, terminada en las horas más sombrías, verdadera profesión de fe, se identifica con los destinos de Francia.

Luego, es la Virgen de la Ofrenda, cuya composición recuerda la cruz, las maquetas del monumento a Bolivar, al Dr. Soca, a Francia. Este monumento a Francia, encargado al final de la vida del maestro, debía estar erigido en la punta de Graves, pero finalmente fue en Montauban, su ciudad natal, en donde fue emplazado. Había obras célebres como Heracles y el Centauro, Penélope, La vendimiadora, La paisana con el niño, El Silene, El fruto, Ingres, Beethoven, Isadora Dunan, los retratos del Dr. Koeberlé, del presidente Marcelo de Alvear —que pertenece al museo—, La chilena, etc.

Si bien esta exposición no posee ninguna maqueta de los bajorrelieves del teatro de los Campos Elíseos, es difícil obviar esta época que marcó una fecha importante. Estos bajorrelieves son de estilo arcaico, pero con una nueva síntesis, sombras y luces animando el plano arquitectónico, armonizando las esculturas con el frente, haciendo presentir disciplinas nuevas. En 1912, se les ofreció a los parisinos sorprendidos expresiones de un modernismo que no estaban lejos de creer desmesurado. ¡Qué es lo que verían! Al mismo tiempo, en los rincones ignorados del París de Montmartre, artistas desconocidos abrían sin saberlo una revolución plástica.

El primer busto esculpido de Picasso, que data de 1906 aproximadamente, con puntas de planos, ilustraciones de planos profundos que surgen en la superficie preconizada por Rodin y por Bourdelle; lo mismo que las construcciones de Laurens, los planos multiplicados en la profundidad, y luego los grandes planos de síntesis; las primeras obras de Lipchitz, el regreso a los arcaísmos, las últimas que se rencuentran con sus dos maestros son perentorias respuestas a los que no quisieran ven la influencia ejercida por los dos grandes visionarios del futuro.

Tanto Rodin como Bourdelle tienen la tarea ingrata de desmalezar.

Tarea grandiosa, reflejada por obras que se superan cada vez, ya que las grandes obras solo aparecen de las ciencias rencontradas, de las invenciones propias.

“Yo recolecté —confiesa Bourdelle— en los campos de Rodin, pero siempre guardé el sentido del orden en mi cosecha”.


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