LE QUOTIDIEN
16 de Noviembre de 1961
¿TENDREMOS ALGUNA VEZ UN EDIFICIO DE LE CORBUSIER EN BUENOS AIRES?
Por Germaine Derbecq
¿Tendremos alguna vez un edificio de Le Corbusier en Buenos Aires?
“La ciudad es una obra colectiva que debe aportar a cada uno alegrías esenciales”
Los hijos del gran industrial Di Tella le habrían pedido a Le Corbusier la realización del edificio destinado a resguardar las colecciones de arte de la fundación que lleva su nombre.
En el país de las maravillas de esta Institución, esta nueva magnificencia, hace renacer las esperanzas que los más optimistas de los artistas, de los conocedores, de los contempladores no se animaban a mantener.
Es que gracias a ella, los sueños más insensatos se realizan: adquirir ese Picasso que por tanto tiempo fue deseado, para ser poseído por quien había fracasado en los planes más generosos, su suntuosa belleza plástica podrá ser descripta para siempre, será algún día propiedad de la ciudad; adquirir la escultura monumental de Henry Moore esperada durante tanto tiempo, entre otras prestigiosas de la escultura contemporánea que debía ser exhibida en los parque de Buenos Aires como manifestación de Bienal Internacional —bienal que no pudo jamás llevarse a cabo, administración a la que le faltaba imaginación, coraje y fe—; y ahora, sería el coronamiento de una serie de milagros: un edificio de Le Corbusier que podríamos poseer.
Le Corbusier, que no dijo que no, pero tampoco dijo que sí, exige para la realización un sitio panorámico.
No se le escapará a nadie, y no es necesario ser arquitecto para comprender: esta condición es fundamental. Implica la posibilidad de una creación libre, de una expresión completa del genio inventivo del gran arquitecto, una significación absoluta del intercambio entre el hecho arquitectónico y su medio de “la arquitectura expresando la ubicación”.
Nos asombramos que un proyecto como este no haya generado un entusiasmo unánime. Reticencias significativas alarman a los que están a favor.
Que digan lo que quieren, pero los sitios panorámicos no faltan en Bueno Aires; voy a citar solo uno: ese delicioso pequeño promontorio, cabo minúsculo encerrado entre el Club Náutico y la Facultad de Ciencias, en construcción, con una vista panorámica sobre el río, teniendo Buenos Aires a su derecha, la punta del Tigre a su izquierda, una situación admirable desde todos los puntos.
No nos olvidemos que hace unos treinta años, cuando, para consultarlo, Le Corbusier fue llamado a Buenos Aires por los Amigos del Arte para considerar la remodelación de la ciudad, un gran arquitecto planificó la reconstrucción sobre el río, hacia el norte, es decir sobre el lugar panorámico grandioso, la belleza natural que le hubiera hecho obtener a la ciudad un carácter que no tiene. No quisieron oír su voz profética. Y ahora, rodeada, encerrada, ciudad moderna impersonal, dándole la espala a lo que hubiera podido constituir su rostro, es el vivo testimonio de un error, error que podía haber sido todavía evitado en esa época.
Le Corbusier, exigiendo un sitio panorámico, sabe lo que dice.
Hemos querido demasiado a menudo imputarle a un carácter que pretendemos irascible ciertas respuestas perentorias. Tan acostumbrados a las hipocresías, a las pequeñas cobardías, al dejarse estar, eludiendo responsabilidades, no les creemos más a las voces sinceras que hablan valientemente.
Le Corbusier habría dicho un día que la reconstrucción de Buenos Aires había vuelto a estar sobre la mesa: “Son suficientes algunos cartuchos de dinamita” — o algo semejante—. Admitiendo que fuera cierto, no habría que separar la respuesta de sus antecedentes, y ya no es relevante escandalizarse. Algunos cartuchos de dinamita fueron beneficiosos para Buenos Aires: el trazado de la avenida de Mayo, de Diagonal Norte, de la avenida 9 de Julio, la continuación de la avenida Córdoba, etc., verdaderos pulmones que previnieron la asfixia. Volvemos a pensar en Le Corbusier cuando, en los pequeños pasajes —pasajes que a medida que se demuelen se reconstruyen en el mismo lugar, como el camino de los burros en el tiempo de las carretas—, los miles de automóviles que van a salir en serie de las nuevas usinas formarán estrangulamientos espectaculares, embotellamientos sin remedio. Sin hablar de la vida de los humanos en este termitero.
Ahora intentamos hacer que nos crean ante los caprichos del gran arquitecto. Pocos hombres son tan poco caprichosos, mal intencionados, amargados y orgullosos que él; sin embargo, hay quienes quisieran acusarlo de ese peso diabólico, sin dudas los charlatanes rechazados, los soberanos de la pluma, del cual la morgue no se impuso al gran artista tan sencillo.
No quisiéramos hablar de estas mezquinarías; pueden, lamentablemente, lograr crear un clima de injusta antipatía alrededor de una personalidad particularmente rica en calidades humanas auténticas. Ciertamente, nada puede perjudicar una obra tan vasta y tan importante, pero los pequeños complots provinciales logran a veces arrastrar los más grandes proyectos, deseables para todos, y deseados por la gran mayoría.
Sabemos que hay en Argentina arquitectos capaces de realizar el edificio Di Tella, capaces de creaciones originales, pero ¿no tenemos acaso buenos pintores?, y sin embargo poseer un cuadro de Picasso nos parece irremplazable. ¿No tenemos buenos escultores? Sin embargo, ya sea el busto de Balzac, el monumento a Sarmiento de Rodin, el del general Alvear de Bourdelle o la escultura de Moore, estas obras son testigo de verdades estéticas únicas que son irremplazables.
Que Buenos Aires posea un edificio concebido por Le Corbusier aportaría a la ciudad una expresión de la creación arquitectónica universal que solo podría enriquecerla, afirmaría la cultura de sus habitantes y del pueblo argentino capaz de apreciar la obra de un artistas excepcional, uno de los que más han contribuido a cambiar la fachada de la vida cotidiana en la vivienda.
Los que tienen bastantes años para acordarse de la Exposición de Arte Decorativo de 1925, recordarán sus monstruosos pabellones: cartones pesados, sin la menor intención arquitectónica ni plástica, sobrecargada de decoración inspirada por una fantasía anarquista, una proliferación del gusto más dudoso, atribuyéndole los últimos ultrajes de la decadencia, cuyas fotos nos hacen aún estremecer. Estos mismos recordarán tal vez del Pabellón del Espíritu Nuevo —al menos si lograron verlo, porque estaba escondido en uno de los rincones ingratos de la exposición—, pequeña casa muy simple con su gran techo vidriado, todo armonía en sus relaciones y en su articulación, en realidad célula desprendida de un proyecto de inmueble-villa que se esperaba que revolucionaran nuestras costumbres.
No era arquitectura, decían —para muchos, la arquitectura no es más que una fachada o una reconstrucción histórica— era mejor: la casa del hombre del siglo. Anticipaba las ideas actuales sobre el tema de la vivienda, debía ser como el grano de mostaza que se desarrolla tan rápidamente, pero ¡cuántas luchas suscitó! Sus planes les daban rienda suelta a las tormentas. Es cierto que, con ella, dos mundos antagonistas se afrontaban. Fue necesaria la ley inquebrantable de Le Corbusier para emprender esta cruzada, una fuerza de carácter poco común para llevarla a buen puerto, la lucha que se amplificaba a cada etapa y en cada logro. Luchas por la Villa Radiante, luchas para las reconstrucciones de las ciudades, luchas por los grandes monoblocs de vivienda, resolviendo la cuestión del alojamiento para la gran mayoría de individuos en el medio más apto para su desarrollo armonioso: grandes espacios visuales, aire, sol, luz, vegetación.
Le Corbusier fue catalogado como el arquitecto de las “máquinas para hacer viviendas”. Los que lo atacaban, preconizaban la casa individual, a menudo no más grande que los departamentos de los monoblocs y sin sus ventajas, pero acariciando el sentimiento de propiedad. Casas llamadas “familiares” para las promiscuidades más reales, para poder respirar y encontrar un espacio ilusorio, padres e hijos no tienen otra solución que la calle, calle estrecha y acequias nauseabundas —véanse ciertos barrios en los alrededores de Buenos Aires— y además, esta multiplicación de casitas que extienden sus tentáculos kilométricos que roen cada día —dos veces por día— un tiempo precioso a los trabajadores que deben dirigirse a sus fábricas o a sus oficinas. ¡Las máquinas de vivir tienen sus cosas buenas! Hasta nueva orden, aportaron la mejor solución, la más beneficiosa para el hombre llamado para vivir en los centros de gran densidad.
Al lado, y entre tantos proyectos grandiosos, tantas realizaciones que resuelven armoniosamente los problemas humanos, arquitectónicos y urbanísticos, se inscribe la Capilla de Ronchamp, un gran poema romántico, que se vuelve uno solo con el medio ambiente, con la idea espiritual.
Rememorando los proyectos y las obras, expresiones de ideas justas, y dentro de sus contextos humano y en sus contextos sociales, intensos momentos poéticos, afirmaciones de seres absolutos, de alcance universal, ¡qué podríamos esperar del edificio Di Tella!
Por fortuna, en Buenos Aires, colaboradores de Le Corbusier desde el comienzo: Kurchan, Ferrari-Hardoy y Antonio Bonet, y simpatizantes: Alberto Prebish y Amancio Williams, serán fervientes defensores de este proyecto. A ellos se unen todos los que de cerca o de lejos le deben tantas revelaciones al gran constructor: arquitectos, estudiantes, constructores, pintores, escultores, ingenieros industriales, que a ellos se unen también los enamorados de Buenos Aires, que quisieran ver su ciudad siempre más joven y más bella, e incluso los que estarían tentados por encerrarse en un nacionalismo restrictivo. Hoy más que nunca, las grandes obras de arte forman parte del patrimonio común.
Que todos aporten su adhesión entusiasta a este hermoso proyecto, digno de la Fundación Di Tella.