GERMAINE DERBECQ

LE QUOTIDIEN

5 de Julio de 1971

CALDER EN EL MUSEO NACIONAL DE BELLAS ARTES

Por Germaine Derbecq


Las exposiciones en Buenos Aires


Calder en el Museo Nacional de Bellas Artes


En la Galería Carré de París vi los móviles de Calder por primera vez, en 1946. La galería, planta baja, un departamento del segundo imperio, barón Haussmann, no era para ellos, el espacio vital les hacía falta. Me aparecieron como pinturas de Miró descendidas del cuadro, al mismo tiempo inmaterial y vida real en movimiento, sacudiéndose ante el más mínimo soplo.

Ya conocíamos a Calder a través de su circo: divertimento encantador en el que se mesclaba el humor, el ingenio, la travesura y la bondad. Conocíamos asimismo las siluetas ejecutadas en alambre, de las cuales la más conocida era la de Josephine Baker, así como los retratos de pintores más o menos conocidos. No aportaban nada excepcional, nada más que un oficio muy afianzado y una fina observación.

Nos daba placer encontrar a Calder, tanto el hombre como el artista. Espíritu alerta y libre, alegre siempre; sin embargo, no podíamos sospechar que traería la liberación total en la escultura. Aquella anunciada por quienes, veinte años antes, habían “abierto” las esculturas, por cierto, muy poco numerosos, entre los que se encontraba un argentino: Pablo Manes. Calder era un entusiasta de París y su medio artístico. Al principio su medio artístico fue el de los Montparnos[1] y de los snobs que lo adoptaron fácilmente, pero pronto conoció valores más verdaderos y comprendió que había algo mejor para hacer que retratos de alambre, por más interesantes que pudieran ser.

Sin importar lo que se diga, no es ser ingeniero de formación lo que determinó su nueva orientación estética, pero la interferencia de sus personajes de circo es más probable.

Miró y Arp fueron los dos polos entre los cuales instaló sus formas. Tanto Miró como Arp habían guardado rastros de figuración, alusiones figurativas o solamente maneras de pensar figurativas. Para Calder, este pasaje no era más necesario. ¿Ya estaba cumplido?

La gran suerte de Calder es la de haber nacido sin madre, como decía Picabia al hablar de la máquina nacida sin madre. Para Calder, esta madre era el oficio, el oficio tradicional del escultor. No lo necesitaba, su oficio propio provenía del juego y de la fantasía, su técnica la encontró al lado de sus amigos de París, los mejores artistas de la época.

Calder tuvo la suerte de nunca sucumbir ante el orgullo del saber que reseca y destruye.

Y es bajo este ángulo que es tan necesario meditar esta obra.


[1] Habitués de la zona parisina de Montparnasse


Le Quotidien