GERMAINE DERBECQ

LE QUOTIDIEN

31 de Enero de 1972

MILLET

Por Germaine Derbecq


La Galería Wildenstein. Millet


Un crítico dijo: “Millet, en su época —1814-1875— apareció como un hombre mugriento en el salón de una duquesa”, y él respondió lo siguiente: “Paisano nací, paisano moriré, quiero decir lo que siento. Tengo cosas que contar como si las hubiera visto y me quedaré en mi tierra sin retroceder un solo paso”.

No sabía realizando esta declaración —que siguió al pie de la letra— que se situaría de esta manera entre los iniciadores de una era pictórica nueva. Los últimos grandes artistas de la tradición, los David, Ingres, Delacroix habían liquidado en la cúspide el neo clasicismo, el academicismo, el romanticismo. Y así, lentamente, sin fanfarrias para Millet y para la Escuela de Barbizon, comenzó un realismo naturalista, paisajista, preludio de una renovación del arte de pintar, del cual Courbet será el jefe indiscutido.

Lo cierto es que Courbet es de otra envergadura que Millet. Verdadera fuerza de la naturaleza, se lanza de lleno tanto en la política como en la pintura. Alimentado de las nuevas filosofías, Marx lo inducirá a utilizar los recursos puestos a disposición de los pintores, como por ejemplo las fuerzas autónomas, mientras que Millet, alimentado de latín, de Virgilio y de la Biblia, se conmoverá por la condición de los trabajadores de su casta y de esta manera no evitará ni el sentimentalismo ni la pomposidad teatral.

Su obra es la historia de su familia, de sus padres, que resume como de estilo eternos. Temperamento vigoroso, se formó solo, ya que ¿qué les debe a sus primeros maestros? Sabe observar, almacenar las impresiones, transformar la realidad en trazos esenciales.

Durante el primer período de su vida de paisano trasplantado, los malos ejemplos lo orientaron hacia los temas nobles, académicos, que no le convenían. Se refugió en Barbizon, por temor a la epidemia de cólera que castigó duramente en París, en donde encontró sus recuerdos campestres que se mezclaron a las nuevas impresiones y que lo reanimaron.

“En el arte —decía él— hay que poner la piel… no es un juego de placer, es un combate, un engranaje que tritura…el dolor es tal vez lo que con más fuerza hace que los artistas puedan expresarse.

Soporta todo por la pintura, las más duras privaciones, la permanente preocupación por su mujer y sus hijos, el doloroso alejamiento de su familia que tuvo que abandonar, las dudas que lo asaltaban con respecto a su arte, y una perpetua escasez de dinero. En los doce últimos años de su vida, conoce finalmente el éxito, recibe encargos, vende sus cuadros a marchands conocidos, obtiene comentarios cada vez más elogiosos. Pero lo que es más importante, una evolución notable, una nueva comprensión enriquece su arte. El paisaje no sirve solamente de fondo, tiende a aislarlo. Millet se sensibiliza de repente a lo que llama “la universalidad luminosa del exterior”. Hasta ese momento, había pintado recuerdos en su taller oscuro: Se arriesga a trabajar ahora al aire libre, entre la “aterciopelada vegetación”. Emplea los pasteles que lo obligan a una realización rápida y al empleo de los colores más claros y más vivos, su oficio de aligera. Se apasiona por el arte japonés, hay más movimiento, soltura, audacia y originalidad en sus composiciones. Al anticuado ideal de sus comienzos, Miguel Angel y Poussin, que copió sin comprenderlos, poco a poco se le insinuaron preocupaciones pictóricas modernas. Si hubiera vivido más tiempo, no cabe duda de que habría sido un impresionista. Demasiado respetuoso de la tradición, no habría jamás logrado las audacias de Monet y aun menos las reconstrucciones cezanneanas. Poco técnico, todo sentimiento ante Cézanne, parece ser un buen alumno aplicado ejecutando lindos dibujos y grabados. Jamás sacrificó su realismo para espiritualizarlo o sublimarlo, queda pesadamente sobre la tierra.

Sin embargo, la expresión del sentimiento, sobre todo cuando es de calidad, es muy apreciada por el público y por ciertos coleccionistas. Son en general obras más accesibles, menos originales, más familiares. Además, el clima político de la época les es favorable. Pero, por sobre todas las razones, el valor de la personalidad del artista le otorgaba un lugar que le correspondía. Varios de sus cuadros son famosos. El más conocido es sin dudas El Ángelus. Fue vendido por Millet a 1 000 francos en 1867, poco tiempo después a 3 000, en 1874 a 38 000, en 1881 a 160 000 y en 1889 en 553 000. Finalmente, el coleccionista Chauchard lo compró a 800 000 y lo legó al Museo del Louvre.

Como dice este joven pintor —generación de 1970—: “800 000 francos es un buen número para un cuadro que no mide más de 55 por 66 centímetros.

Según Millet, en la pintura de El Ángelus debíamos percibir un sentimiento musical, “entender el ruido del campo, incluso el sonar de las campanas”. “Huysmans; crítico en ese momento, destrozó el cuadro, “áspero y agresivo”, dijo. Sin embargo, fue unánimemente admirado. En cuanto a Dalí, lo presenta como el cuadro erótico por excelencia. Para el cromo de El Ángelus, es el best-seller del cromo; en las campañas batió todos los récords.


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