GERMAINE DERBECQ

LE QUOTIDIEN

30 de Marzo de 1954

ARTES Y BELLAS ARTES

Por Germaine Derbecq


Artes y Bellas Artes


Cuando era una niña, a mi alrededor, todo giraba en torno a las Bellas Artes. Mi padre decía: “Fui al Ministerio de Bellas Artes”, mi madre leía La Gazette, mi primo iba a la Escuela, mi hermano al café y mi abuelo a la Academia. En cuanto al Gran Salón anual, era el Salón de Bellas Artes.

Había dos nuevos salones: el Salón Independiente y el Salón de Otoño, en el cual la “gente honrada” iba a entretenerse, pero a nadie se le venía a la mente la idea de llamar Salón de Bellas Artes a este juntadero de elucubraciones más o menos estrafalarias.

Sin embargo, el tiempo pasa. Se empezaba a tomar en serio a los que “garabateaban” en estos salones, los críticos, los conferencistas, los escritores que hablaban de “arte impresionista, arte cubista, arte moderno”. Ya no era asunto de Bellas Artes moderno.

¿Qué había pasado? Hablando de la pintura, que representaba la rebeldía, las Artes habían repudiado las Bellas Artes, dejándoles lo que nadie quería: el arte oficial.

No obstante, el público, fiel a sus costumbres, seguía pensando en las Bellas Artes mirando obras modernas. Resultó en molestos malos entendidos. El publico decretó que el Arte se encontraba en completa decadencia; los artistas, unos bromistas; las galerías, unos gangster; los críticos, unos vendidos; los amateurs, simples de pensamiento, y podría seguir… Los artistas, para no ser menos que el resto, trataron con el mayor de los desprecios todo lo que no era de su incumbencia. Luego, unos y otros, satisfechos de ellos mismos, se quedaron en su lugar. A pesar de ellos, a la larga, habrían preferido poder comprenderse. Para ello, habría hecho falta hablar el mismo idioma. Ahora bien, había dos campos bien definidos: los artistas con su lenguaje de Arte y el público con su lenguaje de Bellas Artes.

¿De dónde venía ese lenguaje de Bellas Artes que para muchos tenía que asegurar la continuidad del Arte? Si remontamos el curso de la historia, es en el siglo xvii que podemos situar sus inicios oficiales, cuando Colbert lo organizaba con el mismo método que las Finanzas o la Marina: como un organismo rígido e intangible, formulando leyes, creando escuelas, admirablemente secundado por Le Brun, el pintor oficial de la Corte.

Todo un sistema dogmático reglamentó la enseñanza, exclusivamente reservada a la Academia. El terreno intelectual y la monarquía centralizada eran particularmente propicias para esa dirección.

Se encerraron las artes en cuadros rígidos, antiguos e italianos, en los que el sujeto predominaba —particularmente el sujeto noble—, el dibujo era el elemento esencial, el color era accesorio, véase despreciado, las proporciones sometidas a los cánones antiguos de la composición estática. La institución se proponía gustar, ser agradable y grandilocuente, como se esperaba. Pero, ante todo, y sobre todo, tenía por único objetivo el de rendir homenaje al Rey Sol (le Roi Soleil).

Si los mediocres se conformaron con facilidad a este dirigismo artístico, Le Nôtre lo superó, Le Sueur se alejó, Poussin lo sublimó, Philippe de Champaigne y Louis Le Nain se separaron, Georges de la Tour lo humanizó y Watteau lo ignoró.

Para los espectadores desprevenidos, para aquellos que reniegan de ver más allá de las apariencias, los sucesores de las Bellas Artes serán David, Ingres, Delacroix, Géricault, Corot. Es esta tal vez la causa de la confusión que sufrimos hoy en día, ya que no hay que equivocarse, estos artistas traspasaron las reglas, dislocaron los cuadros, sacudieron lo construido, todos encontraron un lenguaje propio para expresar su visión interior. David mismo, que se proclamaba con firmeza ser de los antiguos, olvidó todos los cánones en sus retratos realistas; Ingres buscó tenazmente las formas clásicas, pero “la naturaleza violentó al pintor”, como decía Baudelaire; los románticos arrastraron las reglas, ya sea el espectacular Delacroix o el simple y profundo Corot. Todos recrearon la pintura, manteniendo del clasicismo solo los principios, cuando los seguidores de las Bellas Artes no asimilaron más que las recetas. Esto nos valió en el siglo xix pintores que rozaban la mediocridad, la redundancia literaria, la impotencia grandilocuente, el buen o el mal gusto. Tanto para Horace Vernet como para Arry Scheffer, Delaroche, Couture, Meissonnier, J. P. Laurens, Bouguereau, etcétera.

Es en ese momento cuando el Arte se apropió de la llama caída en tan malas manos. Con el impresionismo comenzó un período glorioso para las Artes, un segundo Renacimiento. A pesar de las apariencias, la cadena, o las cadenas, no se interrumpieron: de Watteau a Delacroix, de Delacroix al Impresionismo, Fauvismo, Futurismo, Orfismo, Expresionismo. De Le Nain a Courbet, Manet, Daumier, Picasso; De Philippe de Champaigne a Chardin, Seurat, cubistas y abstractos.

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Y si sigue habiendo representantes de las Bellas Artes, ignorémoslos, ya que de degradación en degradación se han olvidado todos los objetivos del Arte y no es poco lo que han contribuido para edificar esta Torre de Babel en la que están condenados a vivir juntos el público y los artistas.


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