GERMAINE DERBECQ

LE QUOTIDIEN

TOULOUSE LAUTREC

Por Germaine Derbecq


Toulouse Lautrec


Podemos ver en este momento en las pantallas de Buenos Aires, una película cuyo argumento evoca, por cierto, con más o menos precisión, la vida bastante trágica y emotiva del pintor Toulouse Lautrec, quien falleció en 1901 a la edad de 37 años, luego de haber realizado una importante obra.


Esta película nos devuelve un Lautrec que no olvidaremos jamás, sin embargo, las pinturas no tienen carácter y están mal presentadas. Se perdió una buena ocasión para la pintura, que tenía aquí una manera excepcional de acceder a las masas.

De manera general, vemos sobre todo un Lautrec dibujante incisivo, que percibe hasta el menor detalle expresivo con una penetración asombrosa. Sí, en efecto fue eso, pero no fue solo eso.

Lautrec no era un dibujante nato. Fue gracias a un encarnecido trabajo que logró manejar el dibujo y, sobre todo, por un amor inevitablemente exclusivo por su arte. La suerte le reservó una vida dura, al margen de toda existencia normal. “Habría sido cazador o soldado si hubiera tenido las piernas más largas”, decía él. Sin dudas una humorada, a tomarlo como se quiera, pero podría indicar que Lautrec habría tal vez tomado la pintura, que tanto amaba, como una evasión a las desesperanzas de su vida.

Lautrec dibujaba todo, por todos lados, siempre. Del mismo modo que lo hizo Degas, a quien admiraba, observó, no las bailarinas de la ópera, pero la de los café-concerts, así como a los artistas de circo y la vida en Montmartre. Todo un mundo que le agradaba, sin dudas para olvidar el de sus orígenes —linaje de los Condes de Toulouse—, no queriendo tener con su familia más que noticias sobre entierros.

En esta jungla parisina en la que evolucionaba, en la que se sentía a gusto, o como reconocía abiertamente, de la que escapaba del horror de estar con él mismo, se divertía de este prodigioso espectáculo y se aferraba incansablemente a reproducirlo. Luego de años de pacientes y apasionadas observaciones, de innumerables anotaciones, bocetos y estudios, teniendo en mano un oficio forjado por él mismo y para él, produjo un gran número de pinturas en pastel y dibujos. Si hubiera habido solamente este realismo en su obra, hubiera sido el dibujante fiel de la Belle époque y nada más. Si un gran pintor es aquel que encuentra marcas personales y durables para examinar plásticamente el objeto que observa, entonces Lautrec fue uno de ellos, y lo demostró particularmente con sus litografías.

Las exigencias de esta técnica obligaron a traducir con metáforas plásticas la multiplicidad de tonos, de valores, de modelos de sus dibujos y de sus pinturas, y lo logró brillantemente. No fueron más La Goulue, May Avril o Valentin le Desossé, sino un armonioso conjunto de colores y de formas, realizadas con una sabia economía de recursos, el justo detalle, la intensidad de color que construye, el pasaje de tonos que otorga la cohesión.

Si Lautrec no inventó nada nuevo, si no fue ni un Seurat o un Cézanne, su gran mérito fue encontrar las maravillosas equivalencias plásticas que utilizo en sus colores. Recursos que fueron la base del arte de los grandes Primitif franceses, de un Clouet, un Fouquet, por ejemplo, o de un Vermeer de Delft. Fue un importante aporte. Aproximadamente en la misma época, Manet eliminaba casi todo lo que lo había aprendido, Seurat reinventaba las formar y las ordenaba rigurosamente, Gaugin estilizaba, Cézanne y Renoir desarrollaban magistralmente los datos impresionistas.

Con estas litografías, Lautrec se apartó deliberadamente del impresionismo que, de todas maneras, no había nunca completamente adoptado. Tomó solamente una parte, con autoridad, con una seguridad en los medios utilizados y una riqueza de descubrimientos increíble.

Si queremos encontrar todas las influencias que a podido tener Lautrec, no podemos dejar en el silencio la del pintor Bonnard quien en el momento de conocerse grababa planchas para la Revue Blanche, ni los afiches de Cheret, cuyos colores frescos y dinámicos no habían pasado inadvertidos por tal observador, ni, sobre todo, y por encima de todo, las estampas japonesas. Como muchos artistas de su tiempo, estuvo interesado. Degas también las había observado y había retenido ciertos ángulos de la composición, así como Ingres, que las había escrutado. Lautrec utilizó magistralmente la revelación de estas imágenes.

La obra de Toulouse Lautrec acusó muchas equivocaciones y muchas incomprensiones. Si admitimos generalmente y sin discutir la influencia de Gaugin en el arte moderno, la de Lautrec es ignorada, aunque es igualmente evidente. El documento de su época que constituye el conjunto de sus dibujos y de sus pinturas, fluctuando muchas veces entre la literatura y las artes plásticas, podría ser la causa de esta injusticia. Y sin embargo, si observamos con atención litografías como La goulue et sa soeur, La loge, La grande clownesse y tantas otras, es fácil comprobar que estas obras no son solamente representativas sino traslados, que el grafismo ya no es únicamente descriptivo sino rítmico y expresivo, que la profundidad y los modelos están sugeridos a la manera de los orientales, por los negros, las notas de color intenso, los fondos coloreados, organizados con una gran sutileza, invenciones simples y sorprendentes. Todos recursos que son aquellos de la pintura moderna. Esta riqueza que nadie quiso ver, que todos utilizaron. Como decía Degas: “Nos fusilan, pero luego hurgan en nuestros bolsillos”.


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