LE QUOTIDIEN
2 de Noviembre de 1954
CONSIDERACIONES SOBRE UNA EXPOSICIÓN DE ARTE MODERNO RELIGIOSO
Por Germaine Derbecq
Consideraciones sobre una exposición de arte moderno religioso
La exposición que tiene lugar en este momento en Gath y Chaves, organizada por el Museo Histórico de la Iglesia en Argentina, pone nuevamente en discusión el tema del arte religioso.
Unos continúan a interrogarse a fin de saber si los artistas de nuestros tiempos son capaces de dejar un testimonio de la fe cristiana, mientras que otros se preguntan todavía si el arte moderno tiene el derecho de entrar en las iglesias.
¿Cuál es entonces el origen de estas maravillosas y eternas obras que marcaron la historia del cristianismo?
Si nos remontamos al origen de los tiempos, vemos que Carlomagno, en sus Capitulares, ordenaba la decoración de las iglesias, mientras condenaba la idolatría. Y que San Bernardo se indignaba al ver tantas estatuas cristianas en la Francia meridional, comparándolas con Júpiter y con Marte.
Es que la efigie cristiana se había superpuesto al ídolo. Desde hacía milenios, adorábamos las formas y las imágenes. Para destruirlas eficientemente, había que remplazarlas. Un cristiano no adorará más una estatua pero la idea de lo que representa.
Lo mismo con un santuario como el de Chartres, que no se construirá al azar sino en el emplazamiento de una fuente milagrosa, sitio de ceremonia druida, dedicada a una madre y al agua, cuya imagen era un poco la de la virgen medieval.
No obstante, cada uno sabe que la Catedral de Chartres está bajo la advocación de la Virgen. Esta identidad es bastante notable.
A menudo quisimos ver un símbolo espiritual en las formas elegantes de la arquitectura gótica, lo mismo que la nave de la catedral medieval que fue justamente comparada con altos montes. Misma majestuosidad, misma luz, mismo misterio. Encuentro que no es fortuito, pero rememoración de las asambleas druidas a la sombra de grandes bosques celtas.
Existe también el problema, que se le planteaba a los maestros de obras, de las inmensas peregrinaciones, ciudades enteras, organización comunal, reclamando un edificio a su medida, más amplio aún que el santuario carolingio, más elevado y sobre todo menos aplastado.
De tantas inspiraciones, de deseos, de impulsos, nace el arco apuntado, la ojiva y los contrafuertes poderosos, que permitían el impulso vertiginoso de las vigas, satisfaciendo las almas y los corazones.
Esta catedral inmensa está revestida de una multitud de estatuas que no destruirán jamás la arquitectura sino que, al contrario, la afirmarán. Con tal fin los santos y las vírgenes se alargarán, se reducirán, no para fines místicos sino para ceñirse más a la columna o al pilar. A pesar de estas obligaciones, una intensa vida, la de la vieja sangre gala que extraía sus formas de la naturaleza, animará este mundo de formas, humanizará los rostros, los que se encontrará cada día el artesano en la ciudad o en el campo. También, Dios está raramente representado, algunas veces por un simbolo y por Cristo, las iluminaciones con inspiración bizantina, fueron copiadas con grandeza mística.
Esta catedral, esta obra colectiva, que logró una unidad absoluta que, aunque sea tan múltiple, tan compleja, es una obra de fe cristiana, magnífico impulso de amor por los seres y por la naturaleza, himno grandioso a la vida, manifestada en la piedra, las rejas, las pinturas, los ínfimos detalles con una devoción ingenua ante los tiernos mitos cristianos y una gran libertad de interpretación del tema suministrado por los clérigos.
En realidad, detrás de esta iconografía, un simbolismo esotérico muy preciso domina la construcción, conduce la obra con el más completo rigor. También los números y la geometría están presentes en todos lados. Son la armadura, la fuerza y la vida espiritual de la catedral.
Y es aquí que no hay que olvidar los destinos del arte religioso.
A través de todos los tiempos, las obras admiradas por su contenido místico son estrictamente muy plásticas, sometidas ellas también a los números y a la geometría.
Que sea en Italia: Mazaccio, Cimabue, Giotto, Fra Angélico; en Flandes: Van der Weyden, Van Eyck, Memling, Quentin Matsys; o en Francia: Enguerrand Charonton, Nicolas Froment, Los libros de las horas, La piedad de Villeneuve les Avignon, El maestro de los molinos.
Con la época renacentista, pasamos definitivamente de la expresión colectiva a la expresión individual. La realidad invade el arte con sus nuevos medios plásticos: la perspectiva y el modelo. Gigantes nos dejan obras maestras que no son místicas, lo sabemos, pero que tienen un contenido absoluto, resultado de una ciencia y de una humanidad en relación tan estrecha que pueden ser obras sagradas, aunque con aspecto profanos. Cuando el arte adquiere estos puntos, eleva las almas.
A pesar de esto, nos podemos preguntar si tales obras serían acogidas hoy en los santuarios.
Si la Iglesia quiere realmente una renovación del arte sagrado, reanudando con la bella y verdadera tradición, debe recordar que en todas las épocas solo los más grandes artistas eran llamados a servirla. Esta colaboración es aún visible hoy.
Experiencias recientes probaron que un pintor como Leger que no es cristiano según el dogma, pero que está dotado de un espíritu bastante cercano al de los artesanos de las catedrales, dueño de la misma fuerza vital primordial, el mismo iluminado sentido común, el mismo poder inventivo, podría decorar una iglesia con mucha dignidad. En tanto que obras de eminentes artistas cristianos, pero sin esta inteligencia plástica, esta fuerza interior, demostraron ser insuficientes.
Hace unos cuarenta años, hubo intentos muy serios de renovar el arte religioso, entre otros los del monasterio de Beuron, en los cuales participó Serusier, luego las investigaciones de Maurice Denis, de Desvallières, de Albert Gleizes. Tan interesantes fueron estas tentativas que sirvieron para demostrar que si el arte religioso quiere vivir, no puede estar aislado de la vida.
Algunos movimientos plásticos modernos, que poseen materiales ricos y puros, habrían podido participar a este renacimiento. Lamentablemente, no han encontrado eco ante el clérigo. De la misma manera que fueron ignorados Cezanne, Van Gogh, Gauguin, Rouault, aunque hubieran tomado prestados temas sagrados. Estas obras eran sin embargo las únicas que podrían haber retomado la bella tradición del arte religioso.
En esta exposición —de la cual habría mucho para decir sobre la presentación— podemos ver claramente en qué errores podría caer esta tan noble intención de renovación: desborde sentimental en detrimento de la plástica, falsa demarcación de obras antiguos, modernismo que se va perdiendo.
La mejor pintura, rica de hermosas cualidades pictóricas es la de Victorica, a quien se le ha otorgado acertadamente el primer premio. El de escultura ha sido entregado a Sassone por una cabeza de cristo, cuya única cualidad es el trabajo. El segundo premio fue para Macchi y el de pintura para Ferrari. Podemos también citar las pinturas del hermano Guillermo Butler, de Norah Borgés, Monaco, Variza, Gutierrez, Castro, Benitez, Lubay y una escultura de Jandrio.
En 1952 el santo padre ha dicho en un discurso pronunciado en Roma: “El artista es un privilegiado entre los hombres. Armoniza lo finito con el infinito, lo temporal con lo eterno, el hombre con Dios y de esta manera genera la verdad del arte, el verdadero arte”.
La Iglesia tiene entonces el deber de defender el arte que no busca tales fines, poco de acuerdo con lo que se puede ver en los santuarios modernos como el de Lourdes o Lisieux, por no citar más que estos. Los ejemplos, lamentablemente, no faltan.
Tolerar tales errores es desconocer las necesidades espirituales de las masas. No hay arte religioso, como no hay arte para el pueblo, hay arte sin más, que no se dirige a los sentimientos ni al buen gusto, sino a los instintos más elevados del hombre, a sus inspiraciones más profundas.