De la Vega o la realidad del espejismo. Buenos Aires: Galería Lirolay, 1961
Por Germaine Derbecq
Jorge Luis de la Vega pertenece a la dinastía de aquellos artistas del espejismo que ven más allá de la realidad visual, que ven en sí mismos cosas mucho más reales, que presienten que podrían ver cosas mucho más verdaderas. Pero si bien tienen el poder de traducir lo real de lo irreal, deben inventar su propio lenguaje, hallar día a día los elementos del discurso plástico, no como los niños, escuchando a los demás, sino escuchándose a sí mismos.
En sus comienzos, de la Vega se refugió en una geometría aérea y coloreada que era una espera, y, ¿qué mas bella espera, qué más auténtica depuración que en las formas puras, en realidades intangibles?: un hermoso ideal. Estas especulaciones del espíritu lo liberaron de la necesidad de registrar lo que se halla en la naturaleza y en el espacio y le permitieron tener acceso a un mundo pictórico sensible, libre de todo contexto, no solo planteándole problemas plásticos, sino llevándolo a progresar en el conocimiento de si mismo. Fue así que concretó su estética, descubrió su técnica y consiguió su oficio, y significa mucho poder decir a un pintor, que no debe nada a nadie fuera de las directivas de la época.
El tachismo fue sin dudas el punto de partida del segundo período, el actual: un tachismo con colores refinados, hasta rebuscados, que podían hacer temer lo peor; pero nada era de temer, pues de la Vega, viendo espejismos muy reales, seguía tranquilamente su camino, sorteando los obstáculos y sorprendiéndonos.
De esas manchas demasiado substanciadas, demasiado compactas, surgieron personajes recortados; la superficie barnizada del cuadro, como si fuera una vidriera, los exhibía. De repente, esos personajes rompieron el vidrio, el de su más allá. De la Vega había conseguido persuadirlos a participar de la vida de la pintura, y, como nadadores que después de zambullirse en aguas profundas vuelven de las tinieblas y las opacidades a la luz, se mueve ahora en espacios a su medida, lo que no significa en telas más grandes, sino en el ámbito del que tienen necesidad, su espacio plástico: de una comprensión genésica, al desplegar de alas en vuelo a pleno cielo. Esos personajes, dinámicos, de existencia infinita, giran y construyen su propio ambiente; fantasmas apenas esbozados por grafismos difíciles de definir, nerviosos y blandos a la vez, nos revelan su otro ser: ángeles quizá, pero no de aquellos ridículos, desteñidos, alados de azúcar blanca de primera comunión, sino los ángeles fuertes, valientes, indomables, siempre dispuestos a librar la santa batalla contra las potencias de las tinieblas.
La pintura de De la Vega, fuerte, poética, jerarquiza el espejismo en una eternidad.
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