GERMAINE DERBECQ

Roger Haloua es sin ninguna duda, un pintor dotado, pero no tratemos de entrar en el círculo muy cerrado de las condiciones tradicionales. Para él la pintura no es una demostración de talento, ni de oficio, sino el medio, quizás el único, de tomar posesión de sí mismo y de probar a sí mismo que existe en un mundo flotante donde no encuentra ni apoyo ni realidad.

Cierto que no es el único que afronta la pintura en esta forma, pero sin duda está entre aquellos, poco numerosos, que se sienten cómodos en un estado de semi-inconsciencia, razonando solamente por instantes, como despertando breves ratos, rápidos como el rayo, suficientes para no perderse en el caos. Es por esto que no podemos decir que sea un pintor abstracto o tachista, o esto o aquello, o que tienen una aspiración estética, la pintura es para él una atmósfera, su atmósfera, y por esto por el momento le basta.

Siendo niño comienza a pintar colores sobre una tela y maravillado toma contacto con un mundo que ya no le será extraño, desde ese día no dejará más la pintura y ésta tampoco le abandonará.

Este entendimiento tácito, esta victoria sobre lo desconocido, él lo proclama bien fuerte con colores crudos y estridentes, como los rumores del circo tienen la calidad de pacotilla y la virtud del espejismo y la ilusión.

Pero si Haloua ha tomado sin duda alguna posesión del mundo por la pintura todavía no ha ideado el mundo por ella. La fuerza de su impulso, un egocentrismo vital, constituye su valor. O, si nosotros admitimos que el valor está en la esencia, específica del ser – y a esto es a lo que quería llegar– entonces esta pintura tiene valor propio, y vale la pena mostrarla y ensayar en los demás la calidad de su lenguaje, aunque no sea más que un grito, como la primer prueba de fuerza y de poder, a fin de saber si puede ser entendida por los demás y si los demás se reconocen en ella.

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